Hace tres días que volví de Belém (Brasil) y ya son tres mis estadías en aquella ciudad. Digo estadía porque no son vacaciones (aunque un poco sí..). Por razones personales –podríamos decir del corazón– hace ya casi dos años que llevo pasando temporadas fugaces y otras más prolongadas en aquel país sudamericano: algunas en Belém, otras en Campinas y a veces en destinos variados.
Belém es la capital de Pará, estado nórdico de Brasil. Ubicada en la desembocadura del Amazonas, respira humedad, con chuvas programadas y mangas que cuelgan por sus calles.
La venta callejera de coco gelado y açaí, su centro histórico descuidado (que para mí podría ser un apéndice de Portugal), los azulejos de colores y el Mercado Ver-o-Peso con sus olores e infinitos colores.Los bombones de cupuaçu, parques selváticos que resguardan en el medio de la ciudad árboles con enormes hojas verdes que trepan al cielo, camarones, un tránsito frenético y el Mangal das Garças de frente al río.
Un paseo de noche por Estação das Docas, mujeres caminando a pleno rayo del sol con paraguas floreados, casas enrejadas y a la tardecita sentarse en el Forte do Castelo para tener una hermosa vista de Belém.
Edificios, el calor pegote, canales sucios en el medio de la ciudad, paredes de colores desteñidos, vatapá y la feria de la Praça da República los domingos a la mañana.
Esas son algunas de las palabras e imágenes salteadas con las que conformé la Belém que conozco. Siempre me sorprende, distinta a mis lugares comunes. Estos retazos no son todo lo que Belém puede ofrecer: son sólo mi versión reducida, la construida con cada visita, y que quería compartir en el día de hoy.
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